La poesía de Jerónimo Calero leída por Federico Gallego Ripol



COMO QUIEN RESPIRA
(La poesía natural de Jerónimo Calero)

Jerónimo Calero: ¿Y quién es el que canta? (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012),  Soledades (Huerga y Fierro, Madrid, 2016)





Atender a la sutileza de los estados intermedios, elegir la permanencia del paisaje cercano, las emociones cotidianas que forjan el carácter y la ironía ante el desamparo que produce la conciencia de finitud, son patrimonio de los hombres sabios que establecen lo contiguo como ámbito de conocimiento y –acaso, en ocasiones- felicidad. Así, el amor sosegado, la reflexión serena, la opción por la sencillez como forma respetuosa de tratar a la palabra y dotarla de un cauce confortable, la consideración del tiempo como barco que nos lleva, el no herir, no forzar, no impostar, no incurrir en desatinos ni extravagancias, son señas que caracterizan la poesía natural de Jerónimo Calero, que aparece como el primer mosto que mana de su propia naturaleza y llega al vaso conducido por su simple peso. Acostumbrado a aconsejar sobre cómo combinar o desechar hechuras, cortes, colores y texturas, se reconoce con naturalidad en el terreno de la armonía y el aliento reposado y musical del verso, donde no hay disonancias ni trastabilleos, sea cual sea el formato elegido, desde el clásico soneto al verso blanco de aliento salmódico y compostura versicular.

         Jerónimo Calero escribe como vive, con la misma tranquilidad de ánimo, un cierto pesimismo consustancial de honda raigambre manchega, y el mismo permanente intento de verdad, pues bien dice que “la vida y la poesía son hermanas siamesas”. Y por eso sus poemas, compilados en los últimos tiempos en dos sensatos libros de hermosa factura: “¿Y quién es el que canta?” y “Soledades”, se suceden con la naturalidad con que un día sucede a otro, o, a una, otra estación.

         Aunque la poesía es única y cada cual la asimila y afronta de su mejor manera, hay en los poetas que ejercen su oficio en ámbitos cercanos, en sociedades de dificultosa intimidad, como son los pueblos y las pequeñas ciudades, un componente añadido al de la propia creatividad, y es el de ser reconocidos por su entorno como depositarios de una parte valiosa de la memoria o el talante comunes de sus conciudadanos, porque siempre los poetas han sido garantes de la custodia de “las palabras de la tribu”. Y eso les condiciona con una responsabilidad añadida: la de haber de cuidar no sólo su propio discurso, sino también saber transmitir ese ámbito de memoria expandida que estas sociedades pequeñas depositan en sus representantes más respetados. “Un poema, un ciprés... cosas corrientes”, dice; y también “mis palabras son fruto de la tierra que habito”.
         Así, Jerónimo Calero sabe mantener con dignidad esa representación implícita de los valores esenciales y duraderos en que destaca como aglutinador de una riqueza emocional compartida. Hay en su sereno mancheguismo, nada tópico, una reivindicación de la poesía de la acritud de la cotidianeidad, el enunciar la inercia de las limitaciones, reconocer la finitud de todos nuestros límites, nuestra incapacidad para entender la vida, e incluso para asimilar la belleza que nos llegue en un lenguaje diferente al propio.

         La escritura, en su caso, se va desarrollando sosegada; es la poesía de un hombre que camina reposado y, mientas anda, al ritmo de su paso, va dejando escapar su pensamiento, como si al compartir su conciencia de la temporalidad y las rémoras apesadumbradas de la existencia, aligerara, junto a su zurrón, su conciencia: “...a mí me ha sobrepasado casi todo”, afirma. Hay en esta poesía un permanente tono de abandono de las fuerzas, un cansancio de estar siempre en ese punto intermedio entre lo que se ha perdido y lo que nunca se tendrá, una reflexión existencial sobre el continuo ejercicio de la pérdida o el abandono. Vivir es aceptar esta costumbre, quitar hojas al calendario, confiar en ser sorprendido por una buena noticia. Y también es escribirlo. Vivir es escribir el cómo y el porqué, y el contra quién la vida va pasando mientras adelgaza y transparenta la piel que nos contiene.

         Los poemas se suceden en fragmentos numerados, dando continuidad al intento de recrear un mundo extendido, amplio como el paisaje en el que el poeta se inscribe. Es una panorámica general, lenta y en círculo, que a veces nos otorga la calma de una siesta, o el resorte feliz de un guiño desde el muy peculiar y a veces dificultoso sentido del humor de los hombres de llanura, que no poseen más sostén que la intemperie.

         El paso del tiempo, con sus progresivas limitaciones acumuladas, le empuja a hacer inventario de lo que ya no somos, a base de ir añadiendo relación de dolencias. Como si nombrarlas limitara –o al menos controlara- su efecto. En definitiva, el tiempo es compartir lo que nos falta. “Cuesta toda una vida aprender a sacarle partido a las mermas”, dice Jerónimo Calero, y dedica su enjundia a loar la vejez, cuando ya no es preciso rendir cuantas a nadie –de este mundo- porque hecho está lo ya hecho, y no se exige hacer lo que no se hizo. El poeta se sitúa en esa ficticia atalaya de una vejez –en su caso, metafórica, no real- que no es sino recurso literario para soltar la lengua con el desparpajo que otorga una independencia bien ganada. “Sé que aún me queda todo el tiempo que necesito / para acercarme a mi pensamiento”, dice,  y de repente se sitúa sin haberlo pretendido junto a estas artificiosas y tan de moda doctrinas del mindfulness, (actitud consciente cada instante), que desde hace siglos vienen practicando como algo natural, sin tanta parafernalia ni tanta publicidad, las gentes de nuestra tierra.
“No es lo malo morirse.
Lo malo es no saber a qué vinimos.”

         Escribir poesía como quien respira (¡no es cicato el empeño!), y hacer que a través de ella respiren las palabras y las emociones descritas, las pequeñas anécdotas, el tiempo y sus roturas, sus pérdidas, su inevitable flujo tierra adentro. Como quien respira, bien consciente de cada bocanada de aire fresco, su peso y su medida, su importante fragilidad. La poesía es su medio natural, y cuando menos se preocupa porque sea brillante es cuando más eficaz se muestra. Lo más valioso de la poesía de Jerónimo Calero es su naturalidad, su no empecinamiento –tan común- en buscar acentos rimbombantes y expresiones sonoras. Las palabras sencillas, bien usadas, han sido siempre las más jugosas y eficaces cuando el poeta habla y reflexiona desde la verdad. Y éste es el caso.

         El itinerario por los libros de Jerónimo Calero es muy recomendable para todos los amantes de la poesía, y también -y casi, sobre todo- para quienes no lo son, porque aprenderán a ver con otros ojos y a sentir cosas que nunca hubieran sospechado que tenían dentro de sí. Nos encontramos aquí con un poeta que, ocupándose de las cosas naturales del mundo, y haciéndolo con buena mano, discreción y raciocinio, ejerce una valiosa pedagogía sobre el hecho de escribir y compartir lo escrito, desde la confianza de hacer que sus lectores puedan asumir como propia la experiencia del poeta, que no hace sino poner por escrito lo que nos pasa a todos y decirlo de una manera hermosa y perdurable, desde esa actitud de utilizar con solvencia un yo más expandido que limitador.
        
         ¿Juego o compromiso? se pregunta el poeta. Quizás la respuesta sea una palabra a medio camino de ambos y que a ambos contiene: inevitabilidad. Jerónimo Calero es un poeta inevitable, un hombre inevitable que se expresa en poeta, y en poeta se justifica, agradece los dones recibidos, lamenta los estragos del tiempo... y sigue su camino. Porque en cada nuevo día se inaugura también como poeta, retoma la labor dejada a medio concluir el día anterior y sale con las palabras en las manos a que les dé directamente la luz del sol, el aire leve que se lleve los hilos mal cortados. Porque sólo bajo la luz sin medias tintas de la calle, los tejidos y los poemas entregan sin disimulos su verdad.

Por FEDERICO GALLEGO RIPOLL