(La poesía natural de Jerónimo Calero)
Jerónimo Calero:
¿Y
quién es el que canta? (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012), Soledades (Huerga y Fierro, Madrid,
2016)
Atender
a la sutileza de los estados intermedios,
elegir la permanencia del paisaje cercano, las emociones cotidianas que forjan
el carácter y la ironía ante el desamparo que produce la conciencia de finitud,
son patrimonio de los hombres sabios que establecen lo contiguo como ámbito de
conocimiento y –acaso, en ocasiones- felicidad. Así, el amor sosegado, la
reflexión serena, la opción por la sencillez como forma respetuosa de tratar a
la palabra y dotarla de un cauce confortable, la consideración del tiempo como
barco que nos lleva, el no herir, no forzar, no impostar, no incurrir en
desatinos ni extravagancias, son señas que caracterizan la poesía natural de
Jerónimo Calero, que aparece como el primer mosto que mana de su propia
naturaleza y llega al vaso conducido por su simple peso. Acostumbrado a
aconsejar sobre cómo combinar o desechar hechuras, cortes, colores y texturas,
se reconoce con naturalidad en el terreno de la armonía y el aliento reposado y
musical del verso, donde no hay disonancias ni trastabilleos, sea cual sea el
formato elegido, desde el clásico soneto al verso blanco de aliento salmódico y
compostura versicular.
Jerónimo Calero
escribe como vive, con la misma
tranquilidad de ánimo, un cierto pesimismo consustancial de honda raigambre
manchega, y el mismo permanente intento de verdad, pues bien dice que “la vida
y la poesía son hermanas siamesas”. Y por eso sus poemas, compilados en los
últimos tiempos en dos sensatos libros de hermosa factura: “¿Y quién es el que
canta?” y “Soledades”, se suceden con la naturalidad con que un día sucede a
otro, o, a una, otra estación.
Aunque la poesía es única y cada cual la asimila y afronta de su mejor
manera, hay en los poetas que ejercen su oficio en ámbitos cercanos, en
sociedades de dificultosa intimidad, como son los pueblos y las pequeñas
ciudades, un componente añadido al de la propia creatividad, y es el de ser
reconocidos por su entorno como depositarios de una parte valiosa de la memoria
o el talante comunes de sus conciudadanos, porque siempre los poetas han sido
garantes de la custodia de “las palabras de la tribu”. Y eso les condiciona con
una responsabilidad añadida: la de haber de cuidar no sólo su propio discurso,
sino también saber transmitir ese ámbito de memoria expandida que estas
sociedades pequeñas depositan en sus representantes más respetados. “Un poema,
un ciprés... cosas corrientes”, dice; y también “mis palabras son fruto de la
tierra que habito”.
Así, Jerónimo Calero sabe mantener con dignidad esa representación
implícita de los valores esenciales y duraderos en que destaca como aglutinador
de una riqueza emocional compartida. Hay en su sereno mancheguismo, nada
tópico, una reivindicación de la poesía de la acritud de la cotidianeidad, el
enunciar la inercia de las limitaciones, reconocer la finitud de todos nuestros
límites, nuestra incapacidad para entender la vida, e incluso para asimilar la
belleza que nos llegue en un lenguaje diferente al propio.
La escritura, en su caso, se va desarrollando sosegada; es la poesía
de un hombre que camina reposado y, mientas anda, al ritmo de su paso, va
dejando escapar su pensamiento, como si al compartir su conciencia de la
temporalidad y las rémoras apesadumbradas de la existencia, aligerara, junto a
su zurrón, su conciencia: “...a mí me ha sobrepasado casi todo”, afirma. Hay en
esta poesía un permanente tono de abandono de las fuerzas, un cansancio de
estar siempre en ese punto intermedio entre lo que se ha perdido y lo que nunca
se tendrá, una reflexión existencial sobre el continuo ejercicio de la pérdida
o el abandono. Vivir es aceptar esta costumbre, quitar hojas al calendario,
confiar en ser sorprendido por una buena noticia. Y también es escribirlo.
Vivir es escribir el cómo y el porqué, y el contra quién la vida va pasando
mientras adelgaza y transparenta la piel que nos contiene.
Los poemas se suceden en fragmentos numerados, dando continuidad al
intento de recrear un mundo extendido, amplio como el paisaje en el que el
poeta se inscribe. Es una panorámica general, lenta y en círculo, que a veces
nos otorga la calma de una siesta, o el resorte feliz de un guiño desde el muy
peculiar y a veces dificultoso sentido del humor de los hombres de llanura, que
no poseen más sostén que la intemperie.
El paso del tiempo, con sus progresivas limitaciones acumuladas,
le empuja a hacer inventario de lo que ya no somos, a base de ir añadiendo
relación de dolencias. Como si nombrarlas limitara –o al menos controlara- su
efecto. En definitiva, el tiempo es compartir lo que nos falta. “Cuesta toda
una vida aprender a sacarle partido a las mermas”, dice Jerónimo Calero, y
dedica su enjundia a loar la vejez, cuando ya no es preciso rendir cuantas a
nadie –de este mundo- porque hecho está lo ya hecho, y no se exige hacer lo que
no se hizo. El poeta se sitúa en esa ficticia atalaya de una vejez –en su caso,
metafórica, no real- que no es sino recurso literario para soltar la lengua con
el desparpajo que otorga una independencia bien ganada. “Sé que aún me queda
todo el tiempo que necesito / para acercarme a mi pensamiento”, dice, y de repente se sitúa sin haberlo pretendido
junto a estas artificiosas y tan de moda doctrinas del mindfulness, (actitud
consciente cada instante), que desde hace siglos vienen practicando como algo
natural, sin tanta parafernalia ni tanta publicidad, las gentes de nuestra
tierra.
Lo malo es no saber a qué
vinimos.”
Escribir poesía como quien respira (¡no es cicato el empeño!), y hacer que
a través de ella respiren las palabras y las emociones descritas, las pequeñas
anécdotas, el tiempo y sus roturas, sus pérdidas, su inevitable flujo tierra
adentro. Como quien respira, bien consciente de cada bocanada de aire fresco,
su peso y su medida, su importante fragilidad. La poesía es su medio natural, y
cuando menos se preocupa porque sea brillante es cuando más eficaz se muestra.
Lo más valioso de la poesía de Jerónimo Calero es su naturalidad, su no
empecinamiento –tan común- en buscar acentos rimbombantes y expresiones sonoras.
Las palabras sencillas, bien usadas, han sido siempre las más jugosas y
eficaces cuando el poeta habla y reflexiona desde la verdad. Y éste es el caso.
El itinerario por los libros de Jerónimo Calero es muy recomendable
para todos los amantes de la poesía, y también -y casi, sobre todo- para
quienes no lo son, porque aprenderán a ver con otros ojos y a sentir cosas que
nunca hubieran sospechado que tenían dentro de sí. Nos encontramos aquí con un
poeta que, ocupándose de las cosas naturales del mundo, y haciéndolo con buena
mano, discreción y raciocinio, ejerce una valiosa pedagogía sobre el hecho de
escribir y compartir lo escrito, desde la confianza de hacer que sus lectores
puedan asumir como propia la experiencia del poeta, que no hace sino poner por
escrito lo que nos pasa a todos y decirlo de una manera hermosa y perdurable,
desde esa actitud de utilizar con solvencia un yo más expandido que limitador.
¿Juego o compromiso? se pregunta el poeta. Quizás la respuesta sea una
palabra a medio camino de ambos y que a ambos contiene: inevitabilidad.
Jerónimo Calero es un poeta inevitable, un hombre inevitable que se expresa en
poeta, y en poeta se justifica, agradece los dones recibidos, lamenta los estragos
del tiempo... y sigue su camino. Porque en cada nuevo día se inaugura también
como poeta, retoma la labor dejada a medio concluir el día anterior y sale con
las palabras en las manos a que les dé directamente la luz del sol, el aire
leve que se lleve los hilos mal cortados. Porque sólo bajo la luz sin medias
tintas de la calle, los tejidos y los poemas entregan sin disimulos su verdad.
Por FEDERICO GALLEGO RIPOLL
1 comentario:
Fresco y espontáneo...
Publicar un comentario